El hombre necesita de un dios, entendido éste como principio último explicativo de la realidad y como legislador del mundo. Esto ya lo dijimos. Pero cuando ese dios no es Dios, es decir, el Dios verdadero y trascendente, el hombre se hace a sí mismo dios. Por supuesto, como también siempre decimos, se transforma en simple dios menor, limitado e ineficiente al modo de los antiguos dioses griegos con caracteres antropomórficos. Cuando el hombre se hace a sí mismo un dios es cuando aparece la egolatría, el narcicismo —en sus variantes patológicas y no patológicas—, y el egoísmo exacerbado.
Por esto es que una característica distintiva tiene nuestro tiempo y nuestra era: los seres humanos lo hemos transformado en la era del egoísmo porque en su mayoría somos egoístas, ególatras y narcisistas. Y es razonable que así suceda. Olvidado el hombre de nuestro tiempo de Dios, habiéndolo perdido y aún necesitándolo, no le queda otra salida que hacerse a sí mismo un dios. Este dios menor que es él mismo, como todo dios, se coloca como principio explicativo último de todo lo que sucede y como legislador moral de lo que ha de estar bien y mal. Relativismo en la más pura expresión. Esta es una de las razones por las cuales nuestro mundo es decadente y se encuentra en franca implosión en cuanto a lo genuinamente humano que hay en él. El hombre, ser finito y limitado si los hay, ha reemplazado al Dios verdadero por el sí mismo. La regla del ególatra
Hay una característica propia y distintiva que tiene el ególatra: es una persona mezquina y escasamente generosa. Nos es alguien que se dona a su prójimo. No es un dios generoso, como el Dios de verdad, superabundante, sino un dios egoísta, que busca valerse de las relaciones intersubjetivas con el prójimo para ver cuánto de provecho puede sacar de él para sí. Es un dios que casi no califica para ser un dios. Siempre lleva consigo una regla de cálculo, la cual funciona mediante un sencillo algoritmo que califica como valiosa y eficiente para él a toda relación en la cual ha obtenido más de lo que ha tenido que poner. Si la cuenta de su cálculo da positivo, él se siente contento, realizado. En sus maquinaciones egocéntricas piensa para sí: “si pongo 1 y obtengo 2, es un buen negocio”. Y agrega: “—También lo es si pongo nada y obtengo 1”
Hay otra regla general que respeta el dios ególatra a rajatabla: nunca pone más de lo que ha recibido, de modo tal que su ecuación el peor resultado que puede brindar es cero —puso tanto como obtuvo—, pero nunca dar negativo —poner más de lo que obtuvo—. Es raro verlo poner más de lo que ha obtenido. Esto solamente puede lograrse de él por la fuerza y mediante coacción. Cuando él tiene que poner algo de sí, siempre mide cuidosamente lo que pone para no pasarse. Si el prójimo le dio 2, el se va a cuidar de poner “hasta 2”, como máximo. Es muy obsesivo con esta regla, la cual lo hace verse a sí mismo como una persona justa. No es raro encontrar al narcisista hablando de sí mismo como una persona “extremadamente justa”. “Soy —dice en sus elucubraciones del bajo mundo—, una persona que le da a cada uno según lo que me ha dado”. Y tiene razón. El problema es que eso no está ni cerca de ser justo.
Toda interacción, para el narcisista y el ególatra, pasa a través del filtro de su regla de cálculo que mide lo que da y lo que recibe. A todos lados concurre con su balanza justiciera. Esto se manifiesta en sus relaciones interpersonales, como dijimos, pero no solamente con los extraños a su familia sino especialmente para con ellos. En el núcleo más íntimo de su familia es donde el narcisista despliega los perversos poderes de su regla. Por esto, las víctimas de su exacerbado egoísmo son usualmente las personas que conviven con él, a las que tiene más cerca. El narciso mide hasta lo que da a sus hijos, los cuales por naturaleza demandan más de lo que tienen para dar. Este es uno de los motivos por los cuales los niños de hoy se encuentran huérfanos de padres genuinos que se consagren a ellos, porque hacer tal cosa requiere de una donación personal que los padres ególatras de nuestro tiempo no están dispuestos a realizar. Prefieren pagar dinero a terceros para que críen a sus hijos, pues para ellos el resultado que genera su regla de cálculo en cuanto a criar da permanentemente negativo. Para ellos, criar hijos es un “sacrificio” y no una “bendición”. Por duro que parezca, el hijo, la esposa o el esposo, son los principales obstáculos para la consecución de los deseos personales del egoísta, porque los que más demandan a cada persona son los que se encuentran más cerca, los que conviven con ellas.Hay una característica propia y distintiva que tiene el ególatra: es una persona mezquina y escasamente generosa. Nos es alguien que se dona a su prójimo. No es un dios generoso, como el Dios de verdad, superabundante, sino un dios egoísta, que busca valerse de las relaciones intersubjetivas con el prójimo para ver cuánto de provecho puede sacar de él para sí. Es un dios que casi no califica para ser un dios. Siempre lleva consigo una regla de cálculo, la cual funciona mediante un sencillo algoritmo que califica como valiosa y eficiente para él a toda relación en la cual ha obtenido más de lo que ha tenido que poner. Si la cuenta de su cálculo da positivo, él se siente contento, realizado. En sus maquinaciones egocéntricas piensa para sí: “si pongo 1 y obtengo 2, es un buen negocio”. Y agrega: “—También lo es si pongo nada y obtengo 1”
Hay otra regla general que respeta el dios ególatra a rajatabla: nunca pone más de lo que ha recibido, de modo tal que su ecuación el peor resultado que puede brindar es cero —puso tanto como obtuvo—, pero nunca dar negativo —poner más de lo que obtuvo—. Es raro verlo poner más de lo que ha obtenido. Esto solamente puede lograrse de él por la fuerza y mediante coacción. Cuando él tiene que poner algo de sí, siempre mide cuidosamente lo que pone para no pasarse. Si el prójimo le dio 2, el se va a cuidar de poner “hasta 2”, como máximo. Es muy obsesivo con esta regla, la cual lo hace verse a sí mismo como una persona justa. No es raro encontrar al narcisista hablando de sí mismo como una persona “extremadamente justa”. “Soy —dice en sus elucubraciones del bajo mundo—, una persona que le da a cada uno según lo que me ha dado”. Y tiene razón. El problema es que eso no está ni cerca de ser justo.
Ahora bien, si esto se desarrolla de esta manera en el núcleo más íntimo de la vida del ególatra, imaginemos lo que sucede con los más extraños a su vida: su vecino, sus compañeros de trabajo, sus amigos y conocidos. Bueno, no hace falta imaginarse tanto, miremos cómo es el mundo en que vivimos y advertiremos que lo que sucede es producto del extremo egoísmo de sujetos sociales que solamente buscan obtener más de lo que dan a cambio. Pero es imposible que la cuenta cierre socialmente, ni aun familiarmente. La generosidad se impone. Y la donación personal debe ser la regla.
El camino hacia la generosidad: el donarse
Lo que escapa al cuidadoso cálculo del ególatra es que su mezquindad le impide manifestar su verdadero ser humano en el mundo, por lo cual, lejos de ser una ganancia, es una gran pérdida. Sale ganando en cuanto al comercio de bienes materiales, pero en cuanto al crecimiento y desarrollo de su persona humana, pierde en forma contundente. Todo lo que toca se marchita, o comienza a marchitarse. Tiene en su mano como una varita mágica a la inversa: en lugar de mejorar las cosas, perjudica todo cuanto toca. Porque su acción es veneno. Es difícil crecer y desarrollarse al lado de él puesto que la perversidad de comercio interpersonal inhumano domina sus acciones.
Sin embargo, debemos mencionar que el ser humano está diseñado para ser tanto más pleno y feliz cuanto más se dona gratuitamente a los otros, es decir, cuanto más da sin importar lo que recibe, sin perderse en complejas fórmulas. Puesto en términos de la ecuación del ególatra podemos decir que el hombre es más pleno en tanto el resultado de la ecuación de intercambio con su prójimo da negativo para él. Al donarse, al dar más y mucho más de lo que recibe, el ser humano comienza a crecer notablemente en humanidad y en plenitud, y todo su entorno comienza también a florecer. Su mano deja de ser ya veneno para transformarse en un abono de amor que estimula el crecimiento pleno de todos los que entren en contacto con él, y por supuesto, también estimula el crecimiento hacia la felicidad de él mismo.